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jueves, 13 de octubre de 2011

No era una paranoia



No era una paranoia

Llovía. Llovía mucho. No parecía que fuera a escampar en mucho rato y era ya muy tarde en la noche. Mi paciente perrita no había podido hacer sus necesidades en todo el día, precisamente por culpa de la lluvia. La recogí en casa de mi madre, y de vuelta a casa no sabía qué podía hacer para que ella pudiera dar un paseo, aunque fuera corto, sin mojarnos ninguna de las dos. Pensé un rato, mientras conducía, en lugares adecuados, y de pronto se me ocurrió una solución. El único lugar tapado que era capaz de recordar era el túnel de la playa de La Arena. Allí me dirigí sin dudarlo más.

Por ser esta una carretera muy sinuosa y peligrosa, que por las lluvias suele causar desprendimientos, bajé muy despacio y con mucha precaución.

Al llegar, como no había tráfico por ser tarde y por la lluvia, aparqué el coche justo frente a la boca del túnel para no mojarnos al bajar. Dejé las luces de posición encendidas, para que se supiera que estaba allí mal aparcado el vehículo. Bajamos las dos del mismo y comenzamos a caminar yendo y viniendo, con mucho frío debido a las corrientes de aire que se forman en el interior del túnel.

Estabamos tranquilas y se me ocurrió, sin embargo, mirar hacia atrás para el coche, porque me había dejado las llaves puestas y me pareció muy temerario, aunque no hubiera gente alrededor. Todo estaba tranquilo. Seguimos dando aquel paseo acorralado, y cuando volví a mirar al coche, me pareció ver cómo sus faros, como si fueran ojos luminosos, me parpadeaban. Se me congeló la sangre en las venas al pensar que alguien pudiera haber subido al coche y me amenazaba o se burlaba de mí. Me repuse y me acerque rápidamente, pero nadie había en el coche ni en los alrededores. Me estaba volviendo un poco paranoica, pensé inmediatamente. Y salí del auto y de nuevo comencé a caminar con Habibi y con las llaves del arranque ahora en mi mano, para más seguridad.

Si, todo estaba en orden, pero sin embargo, mire hacia atrás de nuevo, y en unos segundos volví a mirar, tal y como hacen los personajes de los dibujos animados, y nada pasaba. Llovía sin parar. Mi perrita no acababa de hacer sus tareas fisiológicas y yo estaba cansada, pero seguimos dando vueltas en ambos sentidos dentro del túnel. Fue entonces cuando percibí, ahora con toda claridad, que mi coche me hacia señas con sus luces como ojos gigantes, y sin parar.

Entonces si lo comprendí.

Mi pobre coche todo terreno se sentía totalmente abandonado bajo la lluvia, solo y sintiéndose celoso de Habibi. Tenía que llamar mi atención. Me acerque a él y lo arranqué con cariño. Lo conduje hasta el interior del túnel que a aquella hora tenía la barrera abierta. Era tierno ver que mi coche y yo teníamos una relación, y era genial reconocer que definitivamente yo no estaba paranoica en absoluto.


Mercedes Méndez

jueves, 29 de septiembre de 2011

Sabes

Sabes,

Hoy he vuelto a pasar.

Tu acera me conoce

y a veces creo ver que tu ventana

me sonríe,

como esta mañana cuando al verla abierta

supe que sin lugar a dudas

se reía de mí.


Mercedes Méndez

lunes, 21 de marzo de 2011

Aquí sentada...

Imagen tomada del siguiente blog:

http://www.laaldeaglobal.com/2011/02/07/auroras-boreales-cosecha-de-2011/aurora_boreal_13/


Estoy aqui sentada, frente a la pantalla,
y la espalda cuece y bulle,
y las piernas crujen frente al alma
agarrotada, falta de ejercicio,
ensimismada, en el mismo de yo,
arrugada y temblona,
por que entra un frío de madrugada...

Y todo parece quieto pero nada se calma,
y aquello que era verde ahora es no sé nada,
en fin, me iré a la cama,
que aún me queda mañana.

viernes, 22 de octubre de 2010

A mi hija morena y hermosa


LA VEZ QUE LO SUPE, 6 de febrero de 2004

Si, todos los caballos

Todas las yeguas que retozan en la pradera

Galopan ya hacia mí…

Qué fuerza natural

Qué viento

Qué arroyo desbordado

Qué fuerza…

Si, todos galopan hacia mí

Me cercan

Me dominan

Y todos ellos saben

Que caben en mi corazón

Y todos ellos quieren

Pastar en mi alma


Mercedes Méndez

miércoles, 6 de octubre de 2010

Mañana va a llover

Mañana va a llover amor

salgamos a la calle

no dejes tu abrigo y

recoge las ropas ya

iremos a la compra

y luego a por el pan

vendrá el cartero a casa

- noticias y demás –

haremos el almuerzo entre risas

planeando sabores

y regaré las plantas

mientras tu subes al desván

- que a veces necesitas un rato

al otro lado de la luna

sin hablar –

mañana cuando llueva

habremos de esperar

para sacar la perra a pasear

y mojarnos por gusto

por gusto sólo mi amor

de reírnos sin parar

me susurrarás luego: ven un ratito

y yo refunfuñando me iré al sofá

Qué poco valoro mi dignidad

apenas porque llueve me puedes cabalgar

mañana va a llover mi amor


Mercedes Méndez

viernes, 24 de septiembre de 2010

Insomnio voraz y aterrador

Noche de estrellas, Van Gogh
~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~

Y por fin, levanto el cuerpo de su hueco
paseo por el alfeizar y respiro,

se diría que quiero tragar aire
me falta el aire.

Obstáculos insalvables en mi garganta no quieren que sea feliz
por fin la luna crece y domina
amiga tan fiel que me mira con ternura
y paseo por la cornisa de la azotea

Manos cálidas del aire de verano me acogen
acarician mi ensueño
me soban
pareciera que voy a volver a mi hueco
y desde mi azotea diviso el mar siempre
y el verde del parral y de la higuera
huele a gallinas y a caca fina
el campo me observa

Quizá volví a sentir ese tirón
ese deseo
esa atracción irremediable:
me voy a dormir...
y vuelvo la cara hacia las estrellas y espero,
simplemente espero...

Mercedes Méndez, 2010

lunes, 6 de septiembre de 2010

Esa puerta abisal...el mar


Y en el mar infinito

Te he buscado

Y en el mar poderoso

Te encontré

Pero el mar como todo me ha negado

Y me ofrece tan sólo su vaivén

Ay quién fuera la estrella que me mira

Ay quién fuera otra cosa en otro ser

Quién pudiera mirar al horizonte

Y soñar una aurora igual que ayer

En el mar hoy tan verde me he perdido

Y en el mar hoy tan negro moriré

Porque no hay más océanos azules

Cuando tengo el cansancio a flor de piel


Mercedes Méndez

jueves, 12 de agosto de 2010

Lluvia

Lluvia

Envuélveme

En tu vapor de agua

Dime ¿qué hay tras tus lágrimas?

Sienta bien tu seda suave

Como una azul tela, pálida

Mojando el pelo a la tierra

Ésta luego se estira tan seria

Sacude su lana como un perro

Siempre fiel

Tú eres portadora de alegría

Haces correr la savia

Y todos los seres te cantan

Rogando como las ranas

Te desean tanto...

Imitando tu eterno quehacer

A veces lloran inútilmente

Ay lluvia! que no te cansas

Eres capaz de tantas bondades

Aún previendo el mar en tu camino

Envuélveme lluvia

Gris esparto de la vida

Lava constante y suavemente esta pena

Este dolor (tú ya sabes)

Te espero


Mercedes Méndez

miércoles, 28 de julio de 2010

Una canción de amor

(Orquídeas del orquidario de Loro Parque, 2010)

Una canción de amor no nata

Un deseo

Parir una canción un salmo

Alumbrar tan sólo una oración

Una breve frase

Una palabra

Unas letras sincrónicas

A ritmo de corazón

Un pensamiento ligero

Una idea

Poner la mano sobre el pecho

Cerrar los ojos y mover los labios

Sentir la sangre helada de calor

Fluyendo en la mirada

Asegurarse

Guardar silencio un rato

Y horadar

Las vértebras

La médula

Las células sensibles de tu amor...


Mercedes Méndez


martes, 6 de julio de 2010

Pisé tu calle

Pisé tu calle

Silenciosa.

Miré las puertas

Adivinando tu alma

Tu propio hogar.

Si pudiera tocarte...

Paseé frente a tu acera

Silenciosa

Agitando mi alma

Para que me oyeras

Y moviendo mis labios

En la oscuridad

Para que me vieras.

Pisé tu calle

Enamorada.


(Mercedes Méndez)

miércoles, 16 de junio de 2010

Llega el verano y vuelvo a la playa que nunca dejé

El verano en La Playa de la Arena: entre el recuerdo y el futuro

Como tacorontera de pura cepa, y natural de las medianías del municipio, desde donde podíamos oír algunas ocasiones el rugir del mar entrando por el barranco de Guayonge, lo de irme a la playa de la arena cuando llega el verano lo llevo clavado en el alma, y es una verdadera necesidad vital.

Todo el que lea esta frase dirá: “anda, y yo también…”, y estoy segura de que todo el que lo haya vivido con la intensidad con que mis muchos primos y yo lo vivíamos con muy pocos años, sabría describir hoy lo que supone para un niño que se pueda andar todo el día tirado por la arena y sin obligaciones concretas. Bueno quizás solamente la de cargar el agua necesaria para la comida y la higiene, que había que traer desde el Agua Dulce a nuestra cueva. No teníamos controles exhaustivos de nuestros padres, o de nuestras madres, que en definitiva eran las que estaban abajo siempre, porque los papas se iban a trabajar, o si era fin de semana o festivo se iban a mariscar o se iban a coger erizos para machacarlos y hacer cebo para el mirafondos y la pandorga, o se enredaban en echarse el vaso vino y las sardinas de aceite refrito y apestoso en la cueva de Bernabé…

Lo de verdad prohibido era ir solos a la Punta del Arrecife o al Charco Sagrero porque allí escapábamos de la mirada de los adultos. Y la verdad es que ahora que lo veo tan diferente por la subida de arena, el mar allí era antes mas peligroso, porque para empezar no se podía ni subir al Tablero sino cuando bajaba la marea. Más de una vez nos quedamos atrapados pescando pejines y tuvimos que mojarnos la ropa para salir de allí.

Un buen desayuno y al agua con los “gomaticos”, que eran las gomas de las ruedas infladas para jugar sobre ellos en el agua, o rodar dentro por la arena hasta la orilla. Como mi tío Bruno tenia un camión nos traía estos fantásticos flotadores con los que acabábamos con la piel rozada y hasta ronchada de tanto roce. Pero ningún juguete habría sido mejor en la playa.

Y mi abuelo sentado en el borde de la baranda de la cueva, sobre los bancos que él mismo fabricaba con tablas buenas, sin moverse mucho, pero en aquella sombrita del tarajal, sin perderse ni un solo percance o actividad en toda la playa, pues tenía la mejor atalaya que se puede imaginar.

Aún me parece verlo allí, oteando toda la arena y afiliado al equipo de los pequeños, organizando los ataques al enemigo, para lograr los permisos para el baño de sus nietos, frente a las negativas de las madres, por aquello de la digestión. Qué pedazo de abuelo teníamos…

Hoy, que nos llega de nuevo el calor del verano para bajar a los baños y al descanso, nos encontramos con una playa mucho más ocupada, mucho menos familiar, y mucho menos cómoda que antes, a pesar de que se ha mejorado su infraestructura en mucho. Pero he de hacer esfuerzos por comprender que esto es fruto de la propia evolución de los pueblos, y que nada impide que sigamos disfrutando de la arena como antaño.

Especialmente ahora, después de que hayamos visto peligrar esta belleza natural que nos ha tocado disfrutar, por culpa de la ambición de unos pocos que pretendían ocupar, urbanizar y privatizar una buena parte de nuestro litoral, y arruinar la bahía para el resto de tacoronteros o visitantes. Logramos parar esta demencia de la ambición y la ignorancia que exigía pan para hoy y hambre para mañana, y podemos seguir bajando al agua, al salitre y al olor a humedad salada, y al cuadro de colores de las puestas de sol en el horizonte. Al anochecer las sensaciones se multiplican en la piel y el amor surge por todos los costados, aún hoy…

Ahora solo me falta colaborar en lo que pueda para que en esta lucha por continuar disfrutando de la felicidad en nuestra querida playa de la arena, no se escatimen recursos por parte de nuestros gobernantes, como podemos percibir en estos momentos, y que logremos que los encargados de su gestión pública y del mantenimiento de este espacio tan valioso para todo el norte de la isla de Tenerife, sigan invirtiendo en tal reserva natural, aumentando los beneficios para todos.

Pero a día de hoy, y después de pedirlo varias veces a los responsables, en esta playa aun no podemos sentarnos en unos simples bancos a ver a nuestros hijos jugar o correr por la zona de juego, porque, aunque podemos presumir cada año de ostentar la bandera azul, premio a la buena gestión ambiental, no posee ni un solo banco o lugar de sombra y descanso decente para los cientos de paseantes y visitantes del lugar. Menos mal que se plantaron en su día los tarajales al borde del acantilado, porque si no te daba un soponcio del calor.

Seguiremos en ello, entre el recuerdo y el futuro, para que también nuestros niños y niñas puedan algún día hablar de lo hermoso de la Playa de la Arena y de las muchas sensaciones de felicidad que ella nos brinda, de forma tan altruista y generosa.

Y termino, que es domingo y me voy a la playa.

Mercedes Méndez, julio 2008

martes, 8 de junio de 2010

En estos días de adioses

Con permiso uso el cuadro de mi amiga Cristina Hasse.



En la fragilidad de una madre,

Para MALE Y para ANA, cuya luz quedó cerca

“Como un rayo” ya dijo el poeta

y así es como vino el dolor

No ha de bastarme una vida, no,

Ni apenas un rayo de sol

Tuve tanto en el seno que darte

y apenas te tuve me voy

Puede ser que en la noche dormida,

la sueñe serena

la sienta mejor

Puede ser que en la hora del viento

Se escuche en susurros tu adiós

Desafiante brevedad y un vacío

Nos vamos tan pronto nos fuimos…

Tan breve el momento de ira

Como breve la luz del amor

Yo ceo en el día después

Y yo creo en ahora también

Y no es menos cierto que creo, que veo,

que nunca, jamás, quienes quedan amando

perderán nuestro olor…

Esos seres pequeños del mundo

Necesitan tu mano, tu voz,

Pero a veces la vida ella misma

Contradice con fuerza la fe en el amor

Sólo salvando del cóncavo negro

Lo convexo que nos dio tu amor

Tendré la esperanza de que aquello bueno

Se nos queda aquí adentro

En un halo de luz y de olor

Tan breve el momento en tu ida

Como breves tus sueños serán

Esculpidos por arte de magia

En las vidas futuras que empeñaste en amar

Mercedes

Quiero volver a llorar por amor... yo me entiendo

La enorme y devastadora

Imagen de ti

Que guarda mi alma

Tú enseñándome algo nuevo

Tú protegiéndome del tráfico

Tú indagando en mi intimidad

Tú susurrando placer a mi oído

Tú ocultándote detrás de tu ventana

- esa ventana que acabaré odiando

si continúa en su actitud

de permanecer cerrada

cuando paso por tu acera –

Esa imagen de ti

encorvándote

Introduciendo tu dolor

En tu costado

Ignorándome

Ahora siento que eres agua

Y ahora a cien grados

De distancia

Vapor ya hirviente

Hiriente gas para mis poros

Tu imagen

No sólo no se aparta de mi alma

Sino que se acrecienta

Allá dónde mis ilusiones

Chocan con tu acera

Con tu ventana

Con los ojos de perro herido

Y de azul eterno que arrastras

Para no dejarme amar el hoyuelo de tu barba

Tu imagen quiero

Y quiero olvidarla también


Mercedes

martes, 25 de mayo de 2010

La arena y la abuela


La playa, la sal, la abuela…

La playa de La Arena se grabó en mi alma para la eternidad, y lo hizo como el verdadero paraíso en la tierra.

Si hubo días felices en mi vida, esos sucedieron abajo, junto al mar y sobre su arena.

Hay algunos pocos hechos grandiosos en la vida de un ser humano. En la mía la mayoría se acumulan en la infancia. Quizá podría hacer una excepción, cuando supe lo que era el amor. Fue también junto a ese mar. ¡Cómo lo iba a olvidar!

Ser pequeña y esperar a que llegaran días de vacaciones para poder ir a dormir a la cueva. Nada has sido nunca igual, nada lo ha superado jamás, ni el día de Reyes.

Una larga familia, desayunos llenos de gritos y algarabía, y de papas con pan frito y leche, chiquillos nervioso y ansiosos, madres atareadas pero contentas, madres jóvenes. Padres ociosos. Baños en el mar desde antes de desayunar. Sencillamente te levantabas y te lavabas la cara en el mar, y el cuerpo entero iba detrás. Nadie lo impedía. Aquello sí que era la república de los niños. Daba igual que fuera casi de madrugada. Baños después de desayunar. Baños durante toda la mañana y apurando el minuto antes de subir a comer, chorreando agua para mojar los bancos que el abuelo había fabricado con tanto esmero. Madres de flexibilidad diez, que no obligaban a digerir dos horas. Todo el día y la noche con el bañador puesto y si acaso una camiseta y un sombreo para proteger del sol. Aquel sol tan benévolo. O eso creíamos.

Deambular por la playa sin rumbo ni obligación. Recoger conchitas y cristales de colores. Buscar caparazones de erizo seco, coger cangrejos y caballitos de mar de los charcos. Preparar la pandorga y el mirafondos y coger burgados y erizos de carnada para pescar fulas y peje verdes. Esperar a la gran digestión del almuerzo para volver al agua y tirarnos desde la piedra. O esperar a que bajara la marea para poder ir a nadar al Charco Sagrero. Ese el mejor postre del día, si lográbamos ablandar a nuestras madres que nos dejaran ir.

Siempre en el agua, siempre en la arena. Siempre jugando. Siempre en libertad.

Jamás volví a lograr esa inmensa sensación de libertad y de felicidad juntas.

El futuro todo entero, el pasado inexistente, y mi abuela, raíz eterna de mí misma. Madre de mi madre. Grande. Sabia, Buena, Eterna.

Y mi abuela María aprendiendo de la vida cada día, y mi abuela enseñando. Nos guiaba a todos con exactitud y a cada uno en su corazón. Con ella sentí pertenencia, calor, incondicional aceptación. Amor.

María, mi abuela grande, fue la persona que me llevó por primera vez a la playa

del Camello y al acantilado de Guayonge.

Allí me contó lo que luego mi madre repetiría otras veces. De cómo su padre Bruno, al venir de Cuba con dinero, compró todo el barranco de Guayonge, desde el monte al mar, y como las laderas del miso eran su huerta particular y como la vida le jugó una mala pasada y tuvieron que marchar del litoral. Un terrateniente que quería comprar su parte les corto el paso del agua para los regadíos.

Pero mi abuela no se lamentaba jamás, sino que se enorgullecía de los esfuerzos por bajar el acantilado caminando que tenían que hacer, y de las muchas cebollas que cargó a sus espaldas y de la vida que abajo vivió tantos años. Allí crió a sus nueve hijos y allí eran felices a pesar del trabajo duro y de la dura vida: “¿ves, aquella casucha derruida en mitad del acantilado? Allí nos criamos nosotros, tu madre y tus tíos. Hacíamos cada merienda de pescado frito…Trabajamos mucho en las cebollas y en todo, porque era una tierra tan buena que se daba de todo. Los ñames eran de tamaño gigante porque había mucha agüita buena en la finca y todo se daba bien. Pero los Domínguez se empeñaron en comprarle la parte de finca de tu bisabuelo, y como él no era un hombre de pleitos, tuvo que vender y marcharse cuando le cortaron el agua. Pero luego nos fuimos a una finca, de medianeros, a Valle Guerra, y allí aprendí a escribir. Fíjate que yo hasta ayudaba a la señorita a enseñar a leer y a escribir a otros niños. Me gustaba mucho eso. Y luego, ya casada, era yo la que les leía las cartas a las vecinas de los maridos que fueron a la guerra. Qué pena cuando le tuve que leer a Remedios que su marido había desaparecido. No me quiero acordar. La pobre se quedó sola y con un hijo…”

Así fue como mi abuela me contó la vida que había vivido en la costa de Tacoronte y como supuse que eso la había hecho mejor persona.

Y allí me llevó una tarde de verano María, con una cesta rota y sin asas, a la que mi abuelo le había arreglado un asa postiza con unas vergas. Y con la cesta y un cucharón muy viejo y casi oxidado íbamos las dos a buscar sal.

Podemos imaginar que esto inmediatamente se convirtió en una fabulosa aventura en mi mente de niña. Las dos de la mano y ella explicando, - con esa voz suave y serena que da los años y el ser tan bella persona-, ese secreto de la naturaleza que es la sal: “ves, esos charquitos se llenan de agua del mar, y como le mar tiene sal, cuando les da mucho el sol el agua se evapora y la sal se queda en los charcos. Ahora hacemos así, ves, retiramos la primera capa de arriba, por si está sucia, con mucho cuidado de no romper la de debajo, eh, y luego con el cucharón sacamos toda la que queda en el charco. Pero sin rascar mucho el fondo para que no esté sucia ¿Ves? Ahora se pone en la cesta y ella sola se va escurriendo hasta la cueva. Anda, acércate tú a aquel charco que yo no llego bien. Así, muy bien, coge toda la limpita, no hace falta coger demasiada porque, como hay tanta, podemos volver otro día a por más, así…”

Ella no me traía la luna, ella me llevaba a la luna, y me traía a la vida.

No era que me enseñara a coger la sal de la mar, era que me miraba y me hablaba como al único ser de la tierra. Las dos solas. Era que me explicaba y me respetaba, y era que con ella aprendía a respetar y a amar todo y todo lo que hacía.

Fue una tarde de verano que descubrí los secretos de la sal, y con ella las bellezas de la playa del Camello, y fue esa tarde que me enamoré del lugar donde mi familia se forjó y donde mi abuela siempre vivirá, fresca como siempre, ligera como la brisa del mar.

Ese mar eterno de mi infancia y sin el cual no se escribiría mi vida.

Mercedes Méndez